# Two chapters from Cervantes's "Don Quixote" # from http://www.okanagan.net/okanagan/quijote/ # Last edited on 1998-11-08 08:11:40 by stolfi Capítulo XLIV Prosiguen los inauditos sucesos de la venta. En efecto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mismo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. El, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y, levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo: "Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le reto y desafío a singular batalla." Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote, pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que no había que hacer caso de él, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mismas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero habiendo visto uno de ellos el coche donde había venido el oidor, dijo: "Aquí debe de estar, sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a la puerta, y entren los demás a buscarle, y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales." "Así se hará", respondió uno de ellos. Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta, todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo, cuyas señas le habían dado. Ya a esta sazón aclaraba el día, y así por esto, como por el ruido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que, la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso de él, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña, y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos y les hiciera responder, mal de su grado. Pero por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes, uno de los cuales halló al mancebo que buscaba durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo: "Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crio." Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró despacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio, y el criado prosiguió, diciendo: "Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia." "Pues ¿cómo supo mi padre", dijo don Luis, "que yo venía este camino y en este traje?" "Un estudiante", respondió el criado, "a quien disteis cuenta de vuestros pensamientos, fue el que lo descubrió, movido a lástima, de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó menos; y, así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren." "Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare", respondió don Luis. "¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros, porque no ha de ser posible otra cosa?" Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas, junto a quien don Luis estaba, y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería; y con esto, y con lo que de él sabían, de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle, si alguna fuerza le quisiesen hacer; y, así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado. Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara toda turbada; y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí, que si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta, y rodeados de él, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. El respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese. "Eso no haréis vosotros", replicó don Luis, "si no es llevándome muerto, aunque de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida." Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían, que qué les movía a querer llevar contra su voluntad [a] aquel muchacho. "Muévenos", respondió uno de los cuatro, "dar la vida a su padre, que por la ausencia de este caballero queda a peligro de perderla." A esto dijo don Luis: "No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza." "Harásela a vuestra merced la razón", respondió el hombre, "y cuando ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados." "Sepamos qué es esto de raíz", dijo a este tiempo el oidor. Pero el hombre que lo conoció, como vecino de su casa, respondió: "¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre, en el hábito tan indecente a su calidad, como vuestra merced puede ver?" Miróle entonces el oidor más atentamente, y conocióle, y abrazándole, dijo: "¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os hayan movido a venir de esta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?" Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien, y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte, y le preguntó qué venida había sido aquélla. Y en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa de ellas que dos huéspedes, que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y, así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo: "Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre; que dos malos hombres le están moliendo como a cibera." A lo cual respondió don Quijote muy despacio y con mucha flema: "Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto; mas lo que yo podré hacer por serviros, es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré de ella." "Pecadora de mí", dijo a esto Maritornes, que estaba delante, "primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo." "Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo", respondió don Quijote; "que como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo, que de allí le sacaré, a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas." Y, sin decir más, se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole, con palabras caballerescas y andantescas, que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía; que socorriese a su señor y marido. "Deténgome", dijo don Quijote, "porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca y atañe esta defensa y venganza." Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre. Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra; o si no, sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor; que le dejamos aparte preguntándole la causa de su venida a pie, y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y, derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo: "Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mismo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su único heredero; si os parece que éstas son partes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recibidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros designios suyos, no gustare de este bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades." Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y, así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efectuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo. Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues por persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mismo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio, la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo: "¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robasteis." Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda, antes alzó la voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia; y decía: "¡Aquí del rey y de la justicia; que sobre cobrar mi hacienda me quiere matar este ladrón, salteador de caminos!" "¡Mentís", respondió Sancho; "que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos!" Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armarle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir: "Señores: así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios; y así la conozco como si la hubiera parido, y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedaré por infame; y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva que no se había estrenado, que era señora de un escudo." Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder, y, poniéndose entre los dos, y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo: "¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual se le quité yo en buena guerra, y me hice señor de él con legítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto; que lo que en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo de este vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di y él los tomó, y de haberse convertido de jaez en albarda no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía." "¡Pardiez, señor!", dijo Sancho, "si no tenemos otra prueba de nuestra intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez de este buen hombre albarda." "Haz lo que te mando", replicó don Quijote; "que no todas las cosas de este castillo han de ser guiadas por encantamiento." Sancho fue a do estaba la bacía y la trajo, y así como don Quijote la vio, la tomó en las manos y dijo: "Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso, que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna." "En eso no hay duda", dijo a esta sazón Sancho; "porque desde que mi señor le ganó hasta ahora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados, y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance." Capítulo XLV Se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad. "¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores", dijo el barbero, "de lo que afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía, sino yelmo?" "Y quien lo contrario dijere", dijo don Quijote, "le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces." Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que todos riesen, y dijo hablando con el otro barbero: "Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante, y que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo, como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero." "No, por cierto", dijo don Quijote, "porque le falta la mitad, que es la babera." "Así es", dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el barbero. Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara por su parte a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires. "¡Válgame Dios!", dijo a esta sazón el barbero burlado. "¿Que es posible que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una universidad, por discreta que sea. Basta; si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho." "A mí albarda me parece", dijo don Quijote; "pero ya he dicho que en eso no me entremeto." "De que sea albarda o jaez", dijo el cura, "no está en más de decirlo el señor don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores y yo le damos la ventaja." "Por Dios, señores míos", dijo don Quijote, "que son tantas y tan extrañas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamiento. La primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces, y anoche estuve colgado de este brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no, vine a caer en aquella desgracia. Así que ponerme yo ahora en cosa de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio temerario. En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero en lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia definitiva; sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamientos de este lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas de este castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían." "No hay duda", respondió a esto don Fernando, "sino que el señor don Quijote ha dicho muy bien hoy, que a nosotros toca la definición de este caso, y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos de estos señores, y de lo que resultare, daré entera y clara noticia." Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote, era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efecto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí delante de sus ojos se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo, y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído, para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya, sobre quien tanto se había peleado. Y después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocían, dijo en alta voz: "El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber, que no me diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo, y, así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte." "No la tenga yo en el cielo", dijo el sobrebarbero, "si todos vuestras mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios, como ella me parece a mí albarda y no jaez; pero allá van leyes, etc., y no digo más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado si de pecar no." No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo: "Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga." Uno de los cuatro dijo: "Si ya no es que esto sea burla pensada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen todos los que aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia. Porque, ¡voto a tal! --y arrojóle redondo--, que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero, y ésta albarda de asno." "Bien podría ser de borrica", dijo el cura. "Tanto monta", dijo el criado; "que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen." Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y cuestión, lleno de cólera y de enfado dijo: "Tan albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva." "¡Mentís como bellaco villano!", respondió don Quijote. Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido; el lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad. El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros. Los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese. El barbero, viendo la casa revuelta, tomó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho. Don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él, y acorriesen a don Quijote y a Cardenio y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda, suspensa y doña Clara, desmayada; el barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad; de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre; y en la mitad de este caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante; y, así, dijo con voz que atronaba la venta: "¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida!" A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, diciendo: "¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado y que alguna región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante; y el otro de rey Sobrino, y póngannos en paz, porque, por Dios todopoderoso, que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas." Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote y se veían malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero, sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció, como buen criado; los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuán poco les iba en no estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se habían de castigar las insolencias de aquel loco que a cada paso le alborotaba la venta; finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo, y la venta por castillo en la imaginación de don Quijote. Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos, a persuasión del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura, qué debía hacer en aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era, y como era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía, porque, de esta manera, se sabía de la intención de don Luis que no volvería por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejarle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba. De esta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos. Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron por haber entreoído la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles que de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno de ellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que entre algunos mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razón, había temido. Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de don Quijote traía venían bien; y, sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba, y poniéndosele a leer despacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote e iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y halló que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba; y apenas se hubo certificado, cuando recogiendo su pergamino, [en la izquierda] tomó el mandamiento, y con la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía: "¡Favor a la Santa Hermandad!; y para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos." Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y como convenía con las señas con don Quijote, el cual, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo, él asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a darle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba: "¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos de este castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!" Don Fernando despartió al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó las manos que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor, para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Quijote, y con mucho sosiego dijo: "Venid acá, gente soez y mal nacida; ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra [en] la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme, ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes? ¿Y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus pragmáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo, ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay, ni habrá en el mundo que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?"